
No es que quiera excusarme, pero desde el verano a esta parte he tenido más trabajo del habitual. Durante el último mes además, las visitas a mi casita también se han multiplicado en tres tandas de cuatro, dos y cuatro amiguitas (y familia), con lo que al final, ni tiempo ni espacio físico ni mental para contar na de na. Eso sí, se agradecen los mimitos recibidos (y las viandas, que no vamos a engañar a nadie, y vienen de lujo). Total que al final, entre una cosa y otra, me he plantado de vacaciones en Italia con mi madrecita querida que vino a verme a Skopje con mi hermanita y dos amiguitas muy majas, y “aprovechando” las fatales conexiones de Macedonia del Norte, recorremos mundo juntas.

Así que en esas estamos.
Seis días tardaron Romeo y Julieta en cortejarse, casarse y morir por amor. Yo he tardado aproximadamente 10 minutos en enamorarme de la ciudad en la que vivieron los dos amantes.
No esperaba tanto, la verdad. La fama de ciudad romántica quizá me transmitía una imagen de ñoñería de balcón y corazones rotos, y aunque quería visitarla, pensaba que en un “ratito” se le acabaría el amor a Verona. Pero no, lo del amor imposible es lo de menos en esta ciudad en la que cuando parece que ya no queda nada por ver, aparecen nuevas calles de colores.


Nos alojamos en el centro, en una callejuela desde la que tardamos 1 minuto a la Piazza Erbe, antiguo mercado que aún conserva puestos, pero más bien enfocados al turismo, con bolsos de piel, brochetas de fruta, pinochos y pasta de formas variopintas. Las hay que creen que son calaveras -qué graciosas- y yo me muero de risa por la confusión aunque en el paquete vengan los atributos de Miguel Ángel para justificar la forma en cuestión.


La verdad es que no sabes dónde mirar: si a la columna que flanquea la plaza, las casas pintadas, la torre del reloj o las farolas que desde el minuto uno me conquistaron por ese color azulón que no pega nada y pega todo.


Seguimos encontrado plazas: la del Signorio, la de Dante, la peschiera, y la de Brea en la que resiste al tiempo la Arena, donde me hubiera encantado escuchar una ópera (no es temporada) porque no creo que los espectáculos de gladiadores y fieras sigan en activo (yo que ya me veía yo con el pulgar preparado…)




Las calles son medio peatonales con algún coche y vespas ocasionales, animadas, pero tranquilas, sin grandes aglomeraciones ni por las comerciales, y no será por falta de tiendas porque el centro hace las delicias de cualquier comprador compulsivo.




La casa de Julieta y el famoso balcón es carne de cañón adolescentes y ventiañeros, y la pobre estatua de la enamorada sufre aquello de “Julieta, tócame una teta” a manos de turistas que creen a pies juntillas que hacerlo les dará suerte en el amor o les traerá de vuelta a la ciudad. Alrededor todos los negocios se llaman “Julieta y Romeo” y los souvenirs son corazones y balcones en forma de imán. Y luego te olvidas de los dos porque si ya cuesta creerse lo del sitio exacto donde nació Jesús en Belén, lo de pensar que los amantes de una novela andaban por allí de verdad de la buena, pues es como si me creo que el andén 3/4 de Harry Potter existe para coger el expreso de Hogwarts. Incrédula que es una, lo sé. Además sigue habiendo tantos palacios y tantas casas bonitas que cualquiera podría haber albergado historias de amor y tragedias más grandes aún, así que sigues paseando tranquilamente sin prisa, dejándote sorprender en cada esquina, olvidando amoríos shakespearianos.



Cuando parece que se acaba el centro, hay un castillo medieval gigante -castelvecchio- y un puente de piedra desde el que ves, al otro lado del río, el teatro romano, una cúpula y dos y tres…



Y la iglesia de Santa Anastasia, el Duomo y San Lorenzo y… un no parar entre calles empedradas.



No sé si volveré alguna vez a Verona, pero no me importaría. Cada vez más viajo sin mapa y recorriendo calles sin rumbo, y esta ciudad es perfecta para perderse y encontrar a cada paso algo nuevo. Tal vez me pierda el monumento “x”, pero el disfrute de no llevar la nariz metida en un papel o en el móvil, compensa sin lugar a dudas. Verona es uno de esos sitios en los que vas diciendo “oye, pues qué bonito es esto”y cuando te marchas, lo haces con sensación la mar de agradable. Seguiremos contando, seguiremos viajando, jejeje.
